Rutinas y quimeras
Clara García Sáenz
Los campos a punto de cosecha, el sol de la mañana les daba a las espigas del sorgo un color rojizo, ocre, dorado, la mirada se perdía en lontananza; avanzamos a 130 kilómetros por hora en la carretera hacia Reynosa, comiendo flautas de papas con chorizo, que siempre compramos a un señor que vende muy cerca de la gasolinería de Jiménez, otrora Santander, pueblo fundado por don José de Escandón y donde sentó sus reales para administrar este majestuoso territorio en la época colonial.
Hace muchos años que no veía las cosechadoras en medio de los campos aventando como fuente el grano del sorgo, las veo avanzar lentamente entre los sembradíos y pienso en que esto sólo es una pequeña muestra de la riqueza tamaulipeca.
Llegamos como de costumbre al hotel San Carlos, nuestros amigos del Ateneo de Reynosa, quienes generosamente nos habían invitado a presentar el libro de “Victoria de mis entrañas y otros paisajes culturales” reservaron una habitación “con vista al mar”, una metáfora para puntualizar que tiene un balcón frente a la plaza de armas.
Fieles a nuestra costumbre de caminar las calles, dejamos las maletas y nos fuimos a conocer la plaza de toros que, dicho por un empleado del hotel, no estaba más allá de cinco calles. Sin importarnos el sol del mediodía caminamos rumbo a la colonia Aquiles Serdán, en la plaza y calles aledañas empezamos a ver la presencia de haitianos, no en calidad de vagos o desempleados, sino de población económicamente activa. Algunos trabajando en comercios, otros con bolsas de mandado, otros más saliendo, entrando o habitando las casas que en la calle Guerrero fuimos recorriendo mientras yo tomaba fotografías de algunas construcciones abandonadas y de fachadas hermosas, cuya antigüedad podría ser de la primera mitad del siglo XX. Ninguna hostilidad, molestia o petición de su parte, incluso llegó un momento que tuve la sensación de no estar en México, sino en cualquier parte del mundo, en un barrio popular.
Después de asombrarme de que en Reynosa exista una monumental plaza de toros, casi en el abandono y sin potenciar su ubicación fronteriza con la fiesta de los toros, desandamos el camino rumbo a la plaza Niños Héroes, la nostalgia embargó a Ambrocio, quien recordó que ahí donde ahora está ubicado el pentatlón militarizado, existía una biblioteca donde los estudiantes solían reunirse para organizar protestas y marchas en los años 70: “De aquí partían todas las protestas contra el gobierno, era un lugar habitado por los disidentes, la izquierda y las luchas obreras; es penoso ver que el lugar de los libros esté ocupado por un grupo que busca militarizar a los jóvenes”.
Caminamos hasta la calle peatonal entre vendimia mexicana, chácharas chinas y empleados haitianos, entramos a comer a La Estrella, una mesera también haitiana nos atendió en perfecto español, nos contó que antes había vivido en Venezuela y que ahí había aprendido el idioma, su trato amable y atento hizo la diferencia entre mi disgusto de tomar Coca Cola por no tener otra cerveza aparte de Tecate light, después del golpe de calor que la caminata me había provocado. La reactivación económica de la ciudad es evidente, por doquier se leen carteles donde se solicitan empleados, tanto en restaurantes como en comercios del centro.
Ya en el Archivo histórico, donde presentamos el libro, tuvimos la oportunidad de saludar a Martín Salinas Rivera, cronista de Reynosa y quien nos hizo un recorrido por los fondos y las salas que componen el lugar, ejemplo de orden, preservación y conservación de la memoria archivística en Tamaulipas. Después empezaron a llegar los amigos, Jorge Maldonado, compañero universitario; Magín Pereda promotora del folclor y la cultura; Rebeca Zeni, mi amiga de la infancia; Jesús Zúñiga, mi alumno de la carrera de Historia.
Las cálidas palabras de mi querida Emilia Vela y la lectura de textos de Marcia Luna, Teté Rocha y Jesús Zúñiga fueron el preámbulo de la parte más fructífera de este viaje, el compartir con los asistentes la apreciación del patrimonio cultural de Tamaulipas, el amor por el terruño y el orgullo de asumirse reynosenses aunque se haya nacido en otra parte.
Teté Rocha contó que en cierta ocasión le dijeron que Reynosa no tenía nada bonito, a lo que ella respondió, “Claro que sí, sus mujeres”. Magín habló de la importancia de empezar a ver a Reynosa desde su nuevo paisaje que son los migrantes que se están integrando a la vida de la ciudad fronteriza, “Se están volviendo parte de nosotros y así debemos verlos, como nuevos miembros de la comunidad”. Al dicho popular de que lo más bonito de Reynosa es Mc Allen, alguien agregó que puede ser que sea cierto, porque Mc Allen les pertenece a los reynosenses.
Cenamos en El Rey, tacos de ternera a la plancha como parte de nuestro rito cuando visitamos esa ciudad, solo que ahora lo hicimos con la grata compañía de nuestra amiga Emilia gran conversadora y anfitriona de este encuentro, a quien tuvimos el gusto de conocer cuando cursábamos el doctorado, desde entonces establecimos puentes afectivos por nuestras afinidades culturales.
Regresamos a Victoria disfrutando nuevamente el paisaje sorguero, sus extensos campos rojos, que manifiestan la bonanza económica que, antes del capítulo de violencia vivida por diez años, era un asunto de rutina y nos llegó a convertir en el primer productor de sorgo en México. Pero antes de irnos de Reynosa visitamos las obras de rehabilitación de la antigua estación de tren y la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe en el centro de esta hermosa, sí, hermosa ciudad fronteriza, cuyos encantos escondidos entre el barullo urbano se conservan en espera de ser visibilizados.
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