Alicia Caballero Galindo
Tras el amarillento cristal desgastado por el viento de los años, la lluvia pertinaz de chipi chipi, lame la superficie áspera que ya no se limpia, porque el tiempo la marcó con su ineludible huella. A través de los cuadritos, se veían parpadantes y alegres los anuncios luminosos de los comercios cercanos desde el cuchitril, que estaba en un oscuro callejón del centro de aquella ciudad inhóspita y populosa. Era un refugio de pandilleros urbanos, todos menores de 15 años. Después de una gran pelea entre dos grupos, se hizo el gran escándalo y la poli, se los llevó a todos. Fue la salvación de Camilo y Tirso, porque ahí se refugiaban de la lluvia, ¡mientras les durara el gusto! Removiéndose en el petate, tendido sobre un montón de periódicos malolientes, en el único rincón donde no había goteras Camilo siente en la espalda, la temblorosa mano de Tirso, su hermano menor y escucha su vocecita apagada por ese sonido sordo de la lluvia que ha caído sobre la ciudad por tres días sin parar
—¡Tengo hambre, Camilo! Las tripas se me retuercen y gruñen. ¿Hasta cuándo dejará de llover? Ya casi es de noche y desde en la mañana no le hemos echado nada a la panza.
—¡Duérmete Tirso; ahorita no podemos salir; hace rato pasaron las patrullas y se oyó mucho jaleo. Está feo afuera ahorita, mejor tener hambre que un balazo en la panza o en el cogote, acuérdate del Willy, por andar de mirón, cuando correteraron los polis a aquellos cuates de las pistolotas, se sacó un balazo en la pata y ahora no puede correr. Duérmete; antes de que se lleven la basura, veremos qué cosa encontramos; al cabo “los Mochos”, ya no vienen por aquí. Algo hallaremos de verse para calmar la tipa.
Como hipnotizado por las palabras de su hermano mayor, Tirso, de siete años, se quedó de nuevo dormido mientras veía las luces de los anuncios que danzaban sin parar. Camilo, dándole la espalda, se encorvó para que su hermano no escuchara las quejas de su estómago y no viera las lágrimas que silenciosamente salían de sus ojos. Él tenía doce años y desde hace, ¡no sé! El tiempo pierde sentido a veces. A él le parecía un siglo, se salieron de su casa cuando se llevaron al “bote” a su papá. A veces las pesadillas no dejan dormir a Camilo, todavía se le pone chinito el espinazo cuando recuerda el día que aquel desgraciado tipo, le pegó a su mamá hasta matarla porque no le quiso dar la ganancia de las ventas del día. Ellos tuvieron que irse de la casa quedaron solos. Desde entonces, Tirso es para Camilo, su único compañero y única familia que le quedaba.
La debilidad los venció por fin y se durmieron los dos hermanos, con el murmullo de la lluvia golpeando la ventana y las goteras que caían dentro del cuartucho. Ambos soñaban con un pocillo de café caliente como el que de vez en cuando les hacía su mamá al amanecer. La lluvia había amainado y el sol amarillento y perezoso, asomaba entre las nubes ligeras;
—Levántate Tirso, no tarda en pasar el camión de la basura. Vamos a ver qué encontramos para calmar la tipa.
El cuchitril donde vivían temporalmente, estaba en una zona de comercios que vendían comida rápida, ahí era un paraíso, porque se desperdiciaba mucha comida, sobre todo, pan blanco y papas fritas, que era la dieta principal de los hermanos. Cuando daban con una hamburguesa a medio comer, era día de fiesta. También en la pollería tiraban cajas con piezas consumidas a medias; la verdad, no pasaban hambre en ese lugar. Por eso era tan peleado por las pandillas. Después de un clavado en el contenedor, Camilo seleccionó el desayuno, fue uno de esos días afortunados que comerían algo de carne además de papas fritas y pan. Sentados en una banca, del parque cercano, comieron con avidez, pedazos de pan blanco, hamburguesas que se consumieron a medias y alas de pollo empanizadas enteras que, no lograron encontrar los gatos en la noche porque el contenedor estaba cerrado. Terminado el banquete, empezaron su peregrinar por las calles, en busca, ¡no se de qué! A veces, podían comer dos veces al día, se sentaban en la puerta de un “super” y cargaban bolsas de mandado. Casi anochecía cuando empezó a soplar el viento y de nuevo amenazaba con llover.
—Vámonos Tirso, ya va a llover otra vez. Camilo notó que su hermanito sudaba y no hacía calor, además estaba muy callado. Emprendieron el regreso entre la gente que circulaba frenética como un río vivo e indiferente a su alrededor. Tirso de repente, se cayó y Camilo tuvo que cargarlo, ya faltaban pocas cuadras para llegar cuando caían las primeras gotas. De la puerta de servicio de un restorán que estaba cerca de su refugio, salió un hombre que al ver a aquellos niños, se le salió una lágrima rebelde. Hacía unos días había salido del “tambo” se lo habían llevado por equivocación, pero la desgracia de no tener dinero, lo hizo pagar por un delito que no cometió. Cuando descubrieron el error, lo echaron fuera, pero ya para qué. Su familia había sido destruida por la injusticia.
—¡Te ayudo, chavo! Parece que el ecuincle tiene calentura, se ve colorado. ¿dónde vives?
Camilo aceptó con cierto recelo la ayuda, había aprendido en la calle a desconfiar de todo y de todos. No se distinguía el rostro del hombre, pero la voz, le pareció… ¡no! ¡no podía darse el lujo de soñar!
—No tenemos casa, nos estamos quedando en ese cuarto.
Señalando a pocos metros su refugio. El niño aceptó la ayuda de aquel hombre porque sentía que ya no podía más y de un manotazo, secó dos lágrimas de sus ojos.
—Por qué lloras, muchacho?
—Porque su voz me recordó a la de mi papá. Un día se lo llevaron los polis y nunca supe porqué. A mi mamá un día en la calle le pegó un hombre y no se levantó más. Desde entonces cuido a mi hermanito pero a veces me da mucho miedo porque no sé qué hacer. Su voz se parece a la de mi papá.
El corazón dio un vuelco en el pecho de aquel hombre;
—¡¡Camilo!! ¿eres tú’ Y éste ¿es Tirso? ¡hijitos de mi alma!
No hay palabras para describir la escena, sólo les puedo decir que en todos los mundos se dan milagros de distintos tamaños. A veces están frente a nosotros y no los vemos.