Clara García Sáenz
La promoción cultural es un oficio ingrato, pero de los más fascinantes que puedan existir en el mundo porque, por una parte, quien lo ejerce sabe de antemano que las cámaras, los micrófonos, el reconocimiento y la fama no será para él cuando se realiza un trabajo exitoso, sino más bien para los artistas que promueve, para las instituciones que trabaja, para sus jefes, los funcionarios culturales que ocupan presídium y cortan listones inaugurales.
El promotor cultural, siempre está tras bambalinas, pendiente de todo, desde el funcionamiento del recinto, la asistencia del público y la ejecución de los que están mostrando su arte. Es quien se sienta mucho antes de llevar a cabo una actividad cultural, para estudiar la demanda de los públicos, explorar las necesidades culturales de la población, planificar la forma de conectar a las artes con las audiencias generando ideas y propuestas, elaborar presupuestos, diseñar las campañas de difusión para las actividades planificadas, ejecutarlas y al final evaluarlas, ya sea para consolidar, corregir o cancelar sus programas.
Nunca recibe aplausos, reconocimientos, ovaciones cuando las cosas salen bien y sí, en cambio, se le amonesta cuando el público no asiste o hubo errores en la realización del evento.
En México la figura del promotor cultural se fue definiendo como tal a partir de los años 80 del siglo XX, la tradición de hacer acciones culturales era propia de artistas o señoras de alta sociedad, es decir, en las oficinas de cultura gubernamentales y universitarias se reservaba estos lugares a personas que apreciaban la alta cultura o desarrollaban una actividad artística.
No había profesionales en esta área y todo lo que se decidía era a partir de los gustos u ocurrencias de quienes ocupaban estos puestos, así, este oficio se aprendía bajo el método empírico del ensayo y error, si algo no funcionaba se quitaba o viceversa; teniendo como consecuencia un gran dispendio de recursos.
A partir de los años noventa cada vez era más frecuente encontrar profesionistas del área de humanidades como antropólogos, historiadores, sociólogos, comunicólogos y, por supuesto, profesores que, sin dedicarse a la “artisteada”, desempeñaban este oficio en las instituciones oficiales, su característica principal era ser cultos, lectores y muy buenos planificadores.
Fue entonces cuando la promoción empezó a tomar otro cariz, porque la autopromoción del funcionario-artista, junto con el vicio de contratar solo a las camarillas de cuates, permitió dar espacios a más voces, haciendo de los recintos culturales espacios más plurales.
Ya desde el año 2000 se empezaron a impulsar desde la academia la formación profesional de la figura del promotor, surgiendo a la par la del gestor cultural, cuya diferencia radica que el primero trabaja desde los ámbitos institucionales dedicados a la cultura y el segundo lo hace desde los espacios independientes.
Algunas universidades crearon licenciaturas en gestión y promoción cultural; el entonces CONACULTA generó una serie de cursos y diplomados para capacitar a los interesados, teniendo la Universidad Autónoma de Coahuila (UAdC) tal vez el mejor acierto en esta formación al crear la maestría en línea en promoción y desarrollo de la cultura con el objetivo muy claro de profesionalizar a cientos de promotores culturales de carrera de todo el país.
Por ese entonces la Universidad Autónoma de Tamaulipas (UAT) junto con CONACULTA capacitó a todo su personal del área cultura a través del diplomado en promoción cultural y otorgó tres becas para la maestría de la UAdC. Esto permitió tanto en la UAT como en muchas universidades del país e institutos de cultura estatales, contar con personal especializado y capacitado en la promoción de la cultura, lo que resultó muy fecundo porque a la experiencia se sumó el conocimiento, haciendo que la creatividad de los promotores fuera más eficaz, acertada y productiva.
Cada vez son menos frecuentes las improvisaciones para ocupar esos puestos, aunque se siguen dando casos en México donde el ejercicio político, los afectos personales, el confundir a los artistas con promotores culturales o que algunos se crean artistas y promotores culturales (y aunque los hay muy buenos, la mayoría de estas experiencias siempre tienen resultados perniciosos). Es frecuente también confundir el ejercicio de la cultura y el arte con el espectáculo, la banalidad y la frivolidad, así como el utilizar los espacios de cultura como plataformas políticas.
Luchar contra estos y otros vicios permanentemente es parte del quehacer de los promotores culturales en México, lo que los convierte muchas veces en indeseables, incomodos, poco aceptados y muy criticados por quienes no entienden que la promoción de la cultura y las artes no es cosa de ocurrencias, improvisaciones, caprichos o parentescos, sino producto de un ejercicio profesional que va más allá de filias y fobias en beneficio de quienes no tiene acceso a un libro, a un teatro, a una galería.
El promotor cultural es un defensor de los derechos culturales por eso en muchas ocasiones se convierte en el gran incómodo cuando en sus espacios de trabajo existen otras prioridades y no encaja “por su forma de ser”, por eso acosar a un promotor cultural es también atentar contra la cultura.
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