Alicia Caballero Galindo
Corría la primera década del siglo XX; Hilario estaba sentado en el escalón de entrada de su casa; apenas unos días antes llegó de Padilla Tamaulipas con sus padres y dos hermanas para establecerse ahí, en Jiménez. Vivían frente a la plazuela. Se sentía un poco inquieto; dentro de tres días empezaría a recibir clases; la hija del tendero, enseñaba a un grupo de niños a leer y escribir por las tardes, tendría que buscar amigos para no sentirse tan solo. Acababa de cumplir trece años y quería aprender a hacer cuentas, escribir su nombre y por qué no, a leer un poco, aunque no le sirviera de mucho; su padre se iba a encargar de unas tierras que heredó de una tía y lo que más necesitaba era aprender todos los secretos del cultivo del maíz y el camote morado.
Mientas miraba al sol ocultarse al caer la tarde, pensaba en cómo lo recibirían los niños del pueblo; no era frecuente que llegara gente nueva; la mayoría de ellos, desde muy chicos ayudaban en las tareas domésticas y del campo y tenían poco tiempo para convivir con muchachos de su edad. Por otra parte, los “fuereños” siempre inspiraban desconfianza.
Desde su observatorio, veía cómo en las ventanas de las casas se empezaban a encender las vacilantes llamas de las lámparas que mecidas por el viento parecían danzar provocando formas extrañas y grotescas. Se escuchaba los ladridos de los perros por doquier; las sombras de la noche los inquietaba y por las polvorientas callejuelas, se escuchaba el ruido seco provocado por el rodar de las carretas sobre las piedras, que regresaban del campo con leña, al día siguiente las cargas serían vendidas. De las cocinas, se empezaban a desprender los aromas típicos; manteca de puerco para guisar algún alimento y una que otra casa que hervía café. Hilario suspiró y se levantó de su cómoda posición para entrar a su casa; su madre preparaba una salsa de tomate para acompañar unas tortillas recién hechas con una buena tajada de queso fresco. Al momento de levantarse, se acercaron dos muchachos más o menos de su edad; uno de ellos era vecino; con un poco de timidez, uno de ellos le dice:
__Mira, yo soy Pedro y éste, es Apolonio; queremos invitarte; en el barrio somos como siete y por las noches nos juntamos antes de acostarnos a dormir. Te esperamos después de cenar, en la esquina de la plazuela.
La sonrisa franca convenció a Hilario; entró a su casa y dijo a sus padres lo que pasó; ellos se alegraron de que su hijo conociera a más muchachos de su edad, comió rápidamente y salió en busca del grupo.
Lo recibieron con cierta reserva y cada uno dijo su nombre; todos vivían en el barrio. A los pocos minutos de plática, todo era cordialidad y roto el hielo, lo invitaron a jugar el juego de la grulla. Éste consistía en que todos debían correr y tratar de alcanzar a uno de ellos que llevaba un palo en el que iba montado y el que lo alcanzara debía quitárselo tomándolo del otro extremo. ¡Siempre se jugaba de noche! En menos que canta un gallo se organizó el evento; uno de ellos, el mejor corredor del grupo, fue por el palo mientras los demás esperaban platicando y bromeando. Había oscurecido y sólo el pálido reflejo de la luna en cuarto menguante iluminaba la plazuela, el verano empezaba y el ambiente estaba inundado por la sinfonía nocturna de los grillos y los sapos que vivían en las orillas de la acequia que cruzaba cerca. Unos minutos más tarde, llegó Aurelio con el palo, y se inició la persecución entre risas y bromas; Hilario, queriendo ser el mejor corrió todo lo que pudo, algunos de ellos, lo superaban pero Hilario se esforzaba más, estaban a punto de alcanzar el palo de la grulla él y otros dos, pero Hilario los superó y era el más cercano a ganar, las fuerzas estaban a punto de fallarle porque era mucho lo que se había corrido por llegar en primer lugar, Filiberto, de pronto se le adelantó a Hilario; éste redobló sus esfuerzos, entre risas y gritos de júbilo, corrieron por unos minutos en la persecución hasta que por fin, el bueno de Hilario alcanzó al corredor, tendió los brazos ¡por fin! tomó el palo. Pero al asirlo, descubrió que estaba resbaloso y se le zafó de las manos, salpicando su camisa de algo que olía ¡muy mal!
Al atrapar la grulla el juego terminó y todos los muchachos estaban riéndose con fuerza. Hilario se dio cuenta que lo que tenía el palo era excremento de cerdo y no sabía qué hacer ni qué decir, miraba desconcertado a sus nuevos amigos, ¡estaba enojado! Después de unos minutos, abrazaron a Hilario y lo llevaron a que se aseara. Le explicaron que cuando llegaba alguien nuevo al pueblo, le jugaban la misma broma. Era la manera de romper el hielo. Ahora él formaba parte del grupo y debía guardar el secreto del juego para practicarlo cuando llegara el próximo fuereño al pueblo. Hilario entendió la broma, se lavó con cuidado, se quitó la camisa sucia y la lavó en la acequia; de buena gana rió con los muchachos y desde luego, aceptó guardar en secreto. ¡No tardaría mucho en llegar un fuereño, para jugarle la broma! se sintió contento de ser aceptado en el grupo. ¡Ya no sería un extraño! Para terminar la velada, se sentaron todos debajo de un mezquite, cargado de fruta, a disfrutar del especial sabor de sus jugosas y frescas vainas después de la carrera.
Este relato, forma parte de los recuerdos de la infancia y adolescencia de mi padre que me contaba cuando era niña. Él nació en 1894 en Jiménez. El juego de la grulla, era una forma de divertirse de los adolescentes de principios del siglo XX de ese querido pueblo tamaulipeco lleno de historia y remembranzas. Al evocarlo, y mirar comparativamente las formas de diversión de nuestros tiempos, podemos ser testigos de los cambios a que la humanidad es sometida por el embate de la tecnología, el progreso acarreado por el tiempo.