Alicia Caballero Galindo
Mañana dos de octubre; una fecha que debe recordarse, un grito de protesta y libertad fua acallado con armas y muerte de muchos inocentes… jamás debe volver a ocurrir pero…
Es una noche extraña; empieza apenas el mes de octubre y la luna desde su imperturbable cielo, parece estremecerse; las nubes ligeras que pasan velozmente por el cielo arrastradas por el viento, la tapan y descubren intermitentemente, produciendo un extraño efecto, ¡parece como si realmente temblara! A veces, en mis ratos de locura, creo que tiene memoria. Esta noche la luna está menguando, su color extrañamente, asemeja al de la sangre. Son las dos de la mañana y el sueño no acude a mis ojos, me acodo en la ventana de mi departamento que está en el cuarto piso y desde ahí contemplo el panorama solitario. Metafóricamente me siento ajeno a todo desde mi cubil. El mundo bulle bajo mis pies y parece no tocarme. Me hace recordar aquella noche aciaga, los fantasmas de entonces, me persiguen y a veces los veo sin querer por donde camino. Ojos abiertos al infinito, cuerpos en poses grotescas… y el sonido de quejas y disparos.
Sacudo mi cabeza como queriendo borrar esos recuerdos y contemplo la vieja iglesia con sus campanas, mudas a esas horas, sin embargo, su din don dan, repica en mis oídos. Los vestigios de nuestras raíces prehispánicas, no están iluminados, todos esos mudos testigos, parecen fantasmas que se yerguen silenciosamente recordando… recordando lo irrecordable. Mi cuerpo se estremece cuando escucho un portazo a mi espalda, es mi hijo mayor que cerró el baño con fuerza, pero mi memoria se sobrecoge y vienen como clavos punzantes, recuerdos que quisiera olvidar.
Abrazado por el insomnio, vuelvo a mi ventana y miro cruzar la plaza a una figura conocida, es Manuel, “El Angustias” inconfundible por su cojera, es velador de uno de los edificios de la plaza y sobreviviente de aquella noche que quiero olvidar, le dicen “el angustias”, porque su cojera le trae recuerdos que quisiera olvidar, pero todos los días insiste en mencionarlo; era apenas un niño cuando una bala cegó la vida de su madre y otra le inutilizó la pierna derecha.
Se escucha el lejano sonido de un convoy de vehículos, Se acercan por el lado norte, ¡no puede ser! ¡Parece una maldición! Precisamente en esta noche… de pronto, aparece de la nada un grupo de encapuchados con ropa oscura. Todos corren y se dispersan en medio de la plaza, sus pisadas, resuenan en el silencio reviviendo angustias de ayer, el convoy se acerca, y por fin se deja ver, son cuatro vehículos que como fantasmas se paran frente al edificio donde vivo y los veo bajar con sus armas listas, las sombras furtivas se confunden en las sombras y empieza una sorda persecución, parece surgir de una historia surrealista, no se escuchan palabras, sólo pisadas fuertes. La luna parece esconderse avergonzada y dolida tras oscuros y gruesos nubarrones cargados de lluvia. En pocos segundos se confunden los truenos y los rayos del cielo con los fogonazos y estallidos en la plaza, cierro de golpe la ventana con manos temblorosas, y me siento en el borde de mi cama. Siento los pasos de Carlos, mi nieto de cuatro años que viene con su almohada dispuesto a acompañarme.
—¿Son cuetes abuelo?
Con un nudo en la garganta sólo acierto a decir:
—No pequeño, ven conmigo, acuéstate en mi cama y duerme tranquilo.
No supe cuánto tiempo permanecí ahí, un estremecimiento que me llegó a los huesos me invadió cuando sentí la mano de Amelia, mi esposa, acariciar suavemente mi cabeza, cerré los ojos y me dejé llevar por esa sensación de paz que se rompió en pocos segundos al recordar que ella, … ella, se fue aquella aciaga noche que no quiero recordar, regresaba de la tienda y quedó en las escaleras con la bolsa de mandado entre las manos, ¡qué ironía! Sólo le faltaban dos o tres peldaños para llegar a la casa. Es su espíritu quien me acompaña o ese absurdo deseo mío de verla de nuevo. Creo que nunca lo sabré.
No cayó ni una gota de agua, sólo rayos, truenos y un viento frío que se cuela por todas las hendiduras produciendo sonidos que hacen temblar el alma, porque parecen llantos, llantos contenidos en miles de ojos que se quedaron secos de tanto llorar. Intento borrar de mi mente los recuerdos que aún duelen, y es imposible. Vuelven las imágenes de tantos cuerpos exánimes quietos para siempre con los ojos abiertos viendo la eternidad en cada rincón de la plaza y los edificios cercanos, inclusive éste donde vivo. A veces creo ver esos rostros que desaparecieron para siempre, siento que deambulan aún en el silencio… Cuando eso me ocurre sacudo la cabeza y sigo adelante.
Vuelvo a mi realidad, creo que ya no se escucha ruido afuera, me asomo por la ventana y todo se ve tranquilo. La luna de nuevo refleja su luz blanca con fría indiferencia desde su mullido lecho nocturno. Debo estar loco, todo fue un mal pensamiento producto de la soledad y los recuerdos. Me tiendo boca arriba imaginando que Amelia está a mi lado, rezo un Padre Nuestro, pienso que mañana será otro día y todo habrá pasado de nuevo. La vida sigue y yo estoy vivo. Por fin me quedo dormido.
A la mañana siguiente, cruzo la plaza para tomar un transporte que me lleve al trabajo. Voy lleno de optimismo y buena disposición para sacarle el mejor partido a la vida. Al pasar por en medio de la plaza, veo cal tirada por doquier, un tenis abandonado sin su par y en un rincón, una camisa blanca desgarrada y con manchas rojas, cierro los ojos por un momento, y con el corazón estremecido, no puedo evitar que una lágrima rebelde con una pregunta que se pierde en el mañana…¿HASTA CUÁNDO? ¿HASTA CUÁNDO?