Alicia Caballero Galindo
La egolatría es un mal que ha asolado a la humanidad en todos los tiempos, es un rasgo de la infancia, se conoce como egocentrismo y se supone debiera desaparecer a medida que el individuo se desarrolla, bajo una educación familiar equilibrada.
El vocablo ególatra se forma a partir de los términos griegos ego (‘yo’) y latreìa (‘adoración’), difiere en cierta manera del egocentrismo que significa ego, yo y centro, es decir, “yo soy el centro de la atención” Los seres humanos al nacer, tienen una dependencia total de los adultos y la necesidad de ser atendidos, empieza a desarrollar una egolatría natural instintiva al requerir la atención de los adultos.
Cuando en una familia nace un nuevo hijo (a), el niño o niña que ve llegar a un hermanito(a), empieza a exigir más atención, vuelve a pedir biberón, quiere que le pongan pañal aunque ya sepa controlar sus necesidades fisiológicas, y adopta actitudes de un niño más pequeño porque no quiere perder su posición de ser el centro de todas las atenciones de los adultos.
Otra muestra de esta egolatría natural es creer que su mamá es “de su propiedad” y no quiere compartirla con su papá o ninguno de sus hermanos, porque la dependencia de su madre, lo hace suponer que será menos atendido. Es algo instintivo. En el mundo natural, algunas aves, al nacer, compiten con sus hermanos por comida y con frecuencia, en algunas especies, el más fuerte, mata al polluelo más débil. Esta actitud natural se da en la especie humana, y es superada sin problema, cuando los padres tienen la inteligencia de repartir equitativamente su atención y sus hijos son iguales en derechos y atención.
Cuando eso no ocurre, y se carga la balanza a uno en especial, o uno de los hijos se siente desplazado, se genera una insatisfacción que los hace reaccionar negativamente, generando una necesidad inconsciente de sobresalir a como de lugar para conseguir la atención de quienes les rodean.
Al integrarse al mundo competitivo de la educación escolarizada, esta frustración se disfraza, se esconde y se manifiesta inconscientemente en una necesidad de reconocimiento por parte de los demás, con frecuencia se refleja en agresión con sus compañeros, hablar fuerte, discutir y defender el punto para ganar a “cualquier precio” una discusión aunque no tenga la razón, por desgracia, dicha actitud genera en los demás el efecto contrario que se desea. El sujeto que padece este problema, es incapaz de reconocer mérito de ninguna clase en los demás, cree sinceramente tener siempre la razón.
Una de las manifestaciones más ostensibles de quienes observan esta actitud, es la negación de méritos en otras personas, su baja autoestima los hace menospreciar el esfuerzo de los demás. Esa competencia que se vive en centros de trabajo de cualquier índole, escuelas, clubes sociales, o cualquier agrupación, donde la política es demeritar a los demás, para sobresalir, es producto de la insatisfacción y la baja autoestima. En cualquier ámbito, reconocer el valor de los demás, no demerita el valor propio.
Con frecuencia, esperan a que muera o que esté en desgracia una persona para externar: “tan bueno que era”, porque ya o representa competencia.
Debemos entender que la vida es un reto personal y una competencia constante para superarse a través del tiempo, cada ser humano nace con una misión asignada por El Creador, y debe cumplir con dignidad su encomienda superándose día a día. El reto mayor, es su perfeccionamiento.
Si miramos al cielo en una noche estrellada, veremos astros de todos tamaños que tienen su propio brillo, ninguno opaca a otro, hay espacio para todos. En la vida el horizonte es infinito y el brillo de un individuo, no opaca el de otros. Reconocer los méritos de los demás, lejos de opacar el brillo propio, engrandece a quien reconoce virtudes en sus semejantes.
La clave para llegar a ese grado de madurez radica en la elevación de la autoestima, somos seres únicos, irrepetibles, con misiones distintas e igualmente valiosas. Formamos parte de un contexto universal. Debemos luchar día a día por ser mejores seres humanos, y enseñar a los jóvenes a respetar a los demás. El valor intrínseco de cada quién no depende de terceras personas. Al llegar a la edad adulta, debemos ser analíticos y dejar de culpar a los demás de nuestra problemática personal. Dejar de buscar culpables. Cada quien es arquitecto de su destino, es necesario madurar y aprender a crecer.
La egolatría, es una secuela del egocentrismo infantil, que debió de superarse al adquirir conciencia del propio ser y la capacidad infinita para labrar su propio destino.