Clara García Sáenz
Hace algunos días circuló en los medios de comunicación una foto donde un grupo de ciclistas posaban arriba de la pirámide de Tammapul en Tula, Tamaulipas. Sin embargo, durante años esta pirámide ha estado expuesta a todo tipo de visitantes que no solo se suben a ella, también destruyen, ensucian y saquean, al no existir vigilancia y encontrarse en medio de campos de cultivo.
Un experto en el tema me contó que el problema de esta pirámide fue que las cosas se hicieron al revés, ya que primero se recató y después se iniciaron los trámites administrativos para que se diera a conocer, de tal forma que la pirámide ya expuesta se quedó sin ninguna protección por parte de las autoridades porque no terminaron toda la gestión necesaria para que finalmente el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) se hiciera cargo de su custodia y se realizara toda una planeación para su acceso, mantenimiento, vigilancia y servicios (como señalética, información para el visitantes y sanitarios).
Por principio de cuentas hay que decir que no es una zona abierta al público y aquí tal vez radica el mayor problema, porque lo que sucede continuamente con la pirámide y sus visitantes no deseados es producto de una política errónea de los gobiernos locales y estatales que por años la han promocionado como atractivo turístico de la zona en folletos, guías turísticas, espectaculares, sin que esté permitida la entrada al público.
Más allá de la destrucción del monumento o el atentado patrimonial, es evidente que las autoridades priorizaron desde hace más de un sexenio el turismo frente a la valoración del patrimonio cultural, convirtiendo en mercancía lo que debió haberse promovido como memoria identitaria, volviendo frívolo lo que debería preservarse como referente histórico, colocando a Tammapul en la canasta de productos mágicos que el gobierno empezó a vender como atractivo desde que maquillaron a Tula para que todo mundo fuera en tropel el fin de semana a tomarse fotos en las ruinas de un pueblo cuyas casas se caen por dentro pero se ven bonitas por fuera, donde la gentrificación empieza a calar hondo y la tranquilidad se fue cuando llegó el burro mezcalero como tradición inventada.
El respeto a los monumentos comienza por la valoración del patrimonio cultural y si bien es cierto que a la gente le gusta subirse a las pirámides, visitar sitios históricos para conseguir la postal de “yo estuve aquí”, no se debe de olvidar que el turista es un consumidor de lo inmediato, cuya presencia convierte en banal lo sagrado.
Lo que sucede con Tammapul y en otros muchos sitios históricos en Tamaulipas es consecuencia de una política cultural mal planeada; no se trata de alejar el patrimonio cultural de la gente, se trata de que ésta vaya a los sitios abiertos al público, de saber qué tipo de gente queremos que visite estos sitios y de educar a los habitantes del lugar en los valores patrimoniales que queremos y debemos preservar.
Siempre he sostenido que el patrimonio cultural es para disfrutarse y educar en el patrimonio cultural ayuda para comprender que pirámides como Tammapul son para verse y admirarse, no para subirse a ellas, por la simple razón que desde arriba desaparecerá de nuestra vista y solo podremos ver los sembradíos. Ardua tarea pues queda por hacer y tal parece que a contracorriente.
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