Alicia Caballero Galindo
El invierno estará más duro que nunca, sentí el viento colarse entre mi abrigo y sus heladas garras aprisionaban mi cuerpo. Acababa de salir de la oficina. Estaba de mal humor porque la calefacción de mi departamento estaba dañada y tendría frío durante la noche a pesar de mis cobijas. ¡Qué problema! Habrá de ajustar mi presupuesto, para reparar ese aparato ¡Pero, como! No tengo mucho margen, sin embargo, debía hacerlo, empezaré por dejar de comprar gaseosas, además se aproximan las fiestas de fin de año; ¡los compromisos son muchos y el dinero escaso! Sumido en mis pensamientos, no vi por donde caminaba y por poco caía en la banqueta, al tropezar con dos piernas andrajosas rematadas por botas que irónicamente parecían reír, pues su suela estaba despegada de la plantilla en la punta, eran de un mendigo que se protegía del frío en el quicio de un escaparate cerca de mi oficina. Mi primera intención fue mirarlo con enojo para recriminar al atrevido sujeto, que sin respeto por los transeúntes estiraba plácidamente sus piernas entorpeciendo la circulación. Encontró mi ira contenida un lugar donde descargarse, pero desconcertado enfrenté en vez de una mirada hosca y turbulenta, una cara surcada de arrugas dejadas por los años o una vida difícil, una diáfana y vivaracha mirada y una amplia sonrisa que dejaba ver una dentadura irregular con uno que otro hueco. De momento pensé, “no veo motivo alguno por el que este hombre pudiese sonreír dada su situación”, pero lo interpreté como una disculpa, y no me quedó más remedio que corresponder a su sonrisa, mi sorpresa y desconcierto fue mayor cuando tocó mi mano y me dijo:
—Te ves muy preocupado, siéntate aquí a mi lado unos momentos, te invito a compartir este pan que me acaban de regalar en la taberna de aquella esquina, ¡Anda! No tengas desconfianza, mira, tiene un buen trozo de jamón. ¡no son sobras! Me la dio un amigo.
Aquel extraño hombre sacó de entre sus ropas una bolsa de plástico con su comida y tendiéndomela me pidió que la partiera en dos y me sentara con él a compartirla. Después de unos segundos de duda y desconcierto, algo me impulsó a aceptar su propuesta, además el pan recién horneado con el jamón ahumado, formaban una combinación, Mmmm, ¡irresistible! En pocos segundos, me encontraba cómodamente sentado con mi anfitrión en el mismo quicio del aparador, con la mitad de su torta en mis manos. Fue como una liberación en medio de mis problemas. La mirada enigmática del mendigo me analizaba detalladamente, sonriente y vivaz. Al sentarme a su lado y compartir su comida, sentí como si me liberara de una pesada carga; el mundo desde ahí, casi a nivel del piso, se veía distinto, pasos apresurados, caras largas, enamorados que se miran a los ojos, madres con sus hijos, ancianos, gente como yo que transitaba con un gesto duro o preocupado, en fin, un río que pasaba a mi lado donde cada ser humano navegaba como un pequeño universo con sus propias problemáticas. Desde ahí en perspectiva hacia arriba, se veían todos muy altos, pero en ese momento, para mí solo existía el delicioso pan con jamón que paladeaba y la satisfacción de ver el río humano en el que estaba inmerso hace algunos momentos, y que estaba pasando ajeno a mí, como una película. ¡Fue una sensación maravillosa y reconfortante! Era curioso observar los distintos ritmos al andar, me parecía que cada uno revelaba la forma de ver la vida, con desánimo, con prisa, con arrebato, con cansancio o con optimismo, con fuerza de lucha, con derrota. De mis pensamientos me sacó la voz de mi interlocutor que no dejaba de observarme.
—¿Verdad que el mundo desde aquí se ve distinto? Toma otra dimensión, se puede ver a los demás y adivinar lo que les pasa, sin que a nosotros nos toque.
—¿Y por qué decidiste invitarme a compartir tu espacio y tu pan?, ¿por disculparte de que casi me tumbas?
—¡No hombre! No trato de disculparme, de hecho, atravesé mis piernas a propósito, para que te detuvieras un momento porque vi en tus ojos y en tu andar, ira, preocupación, tal vez soledad o desesperación y quise que vieras el mundo desde aquí. A veces es necesario ver las cosas a través de otro cristal para que tomen otra forma distinta. Cuando se vive como yo, con la incertidumbre de no saber qué va a pasar en la próxima hora, es necesario sentarse a disfrutar cada uno de los minutos que la vida nos ofrece, ahorita, por ejemplo, estoy gozando de compartir contigo mi espacio, mi pan, mi mundo porque creo que necesitas hacer un alto en el camino, ¡lo vi en tus ojos y en tu andar! ¿Me equivoco?
Sorprendido por la suspicacia de aquel hombre, me quedé en silencio unos momentos, viendo una vez más el mundo desde otro ángulo. Pensé en mi situación, me sentía preocupado por problemas que de alguna forma tenían salida, ¿por qué sufrir por sufrir entonces?
¿Y tú, dónde vives?, pregunté intrigado al extraño mendigo mientras saboreaba los últimos bocados de aquel exquisito pan.
—Esta noche aquí, con frecuencia duermo en este lugar, me parece cómodo, en unas pocas horas dejará de circular la gente y podré disfrutar de un poco de silencio. Cuando llueve, busco cubrirme en otra parte, pero siempre encuentro donde. El quicio de este aparador me protegerá del aire frío de la noche un poco y mañana, ¡mañana, Dios dirá! Será otro día y de alguna manera encontraré la manera de salir adelante como hoy, que fue un buen día, porque pude encontrar quien me diera algo de comer y lo compartí contigo. ¿No te parece maravilloso?
Creo que aprendí una gran lección de aquel hombre, sacudiéndome el polvo de mi ropa me levanté y agradecí a mi reciente protector su apoyo, saqué de mi bolsillo un billete para ofrecérselo, pero él, sonriente, lo rechazó, dijo que si lo aceptaba sería como recibir pago por algo que había hecho por solidaridad humana, pues me había visto muy triste y ahora me veía más tranquilo después de compartir su espacio. Entonces tendí mi mano y ofrecí visitarlo en ese mismo lugar otro día. ¡Ah, eso sí! La próxima, yo invitaría la comida, aceptó mi mano y me dijo que estaría esperándome y me retaba a encontrar un pan y un jamón tan delicioso como el que su amigo le obsequió y pudo compartir conmigo.Me alejé del nuevo amigo, con paso ligero, el viento no lo sentía tan helado como antes del incidente y los problemas que tenía. ¡Bueno! De alguna manera habrían de resolverse, no era para tanto, silbando una vieja cancioncilla y con un mejor ánimo, caminé hasta la estación del metro que me llevaría a mi casa.