Clara García Sáenz
La discusión más antigua en la búsqueda de la verdad científica se da en Grecia cuando los filósofos intentan ir en busca de elementos que permitan dilucidar lo cierto de lo falso o bien, el conocimiento cierto del que no lo es. Desde ese momento hasta nuestros días existe una discusión permanente entre lo que puede ser considerado científico (una verdad comprobable) y lo que no lo es.
Parménides es unos de los primeros filósofos en el siglo IV A. C. en oponer el “mito” al “logos” o bien, la doxa al episteme, es decir, lo que se percibe con los sentidos frente a lo que se adquiere como conocimiento. En la busca de la verdad, la doxa es considerada como una opinión o un conocimiento precientífico, es una idea preconcebida que a fuerza de repetirse se vuelve una especie de verdad no comprobada y por lo tanto desechada como un conocimiento con rigor científico.
A lo largo de la historia del pensamiento occidental, muchos filósofos han tratado el asunto; René Descartes es quizá un parteaguas en la época moderna por argumentar en su famosos libro “El discurso del método” qué disciplinas deben ser consideradas como ciencias y cuáles no, partiendo del supuesto que, sí se puede comprobar por leyes generales entonces aquello es un conocimiento verdadero o lo que la ilustración llamará “la razón”.
De esa forma las ciencias exactas y naturales se erigen ya desde el siglo XVIII como las únicas y verdaderas ciencias del hombre, dejando fuera algunas disciplinas humanas como la historia. Este argumento marca la discusión que en el siglo XIX se dará con el surgimiento de las ciencias sociales, cuyos pensadores intentarán meter con calzador el concepto de “ciencia” tomando como modelo la tesis cartesiana.
El debate de las ciencias verdaderas versus seudociencias se fundamenta básicamente en esta tradición, un tanto griega un tanto cartesiana; sin embargo, las aportaciones de la sociología y la antropología a partir del siglo XX han permitido ir modificando esta percepción de lo verdaderamente científico frente a lo empírico y puramente emocional e ir rompiendo el binomio racional e irracional que se ha contrapuesto por siglos como modelo único para encontrar la “verdad”.
Así, la doxa se vuelve un elemento y recurso fundamental para entender mejor el mundo y a la sociedad, evitando el distanciamiento que podría provocar la obsesiva búsqueda de la verdad que ha llevado por momentos a alejarnos de la realidad social.
De esa forma la doxa asumida desde la época griega como una opinión surgida de la percepción de los sentidos y por lo tanto emocional, se torna con la propuesta del filósofo Edmund Husserl en el siglo XX, no como una contraposición de la episteme (pensamiento que genera un conocimiento), sino como su estado previo.
Esto permite entonces poder recoger las formas en que la gente interpreta el mundo a partir de su experiencia puramente empírica y que por lo general las manifiesta a través de sus opiniones (producto de sus emociones) que permiten a la ciencia indagar en la realidad profunda de los individuos y a partir de ahí generar teorías sociales.
La doxa, es toda aquella afirmación u opinión que se vuelve una especie de verdad empírica y que no se refuta, por ejemplo, los dichos mexicanos serían una doxa: “En el mar la vida es más sabrosa” es una afirmación empírica producto de las emociones de los individuos que manifiestan felicidad y satisfacción cuando están en el mar, y esto no se puede tomar como un conocimiento científico o verdadero porque simplemente es una expresión popular, más sin embargo, para llegar a la episteme, a través del método científico cuantitativo o cualitativo se puede realizar un estudio entre los individuos que han estado en el mar y los que no para comparar sus estados de felicidad, analizar la definición de sabroso como categoría científica o un trabajo minucioso a través de encuestas aplicadas a quienes van al mar para confirmar o desechar la doxa; si el resultado es afirmativo, entonces, el conocimiento precientífico, producto de las emociones, puede ser confirmado como una verdad comprobable.
Esto me lleva a recordar un dicho victorense muy popular en las últimas décadas del siglo pasado que los lugareños decían con mucha frecuencia a las personas que venían de otros lugares a vivir temporalmente en la ciudad, a manera de doxa se decía: “Si bebes agua de la Peñita te quedas a vivir en Victoria”. Esta afirmación, producto del cariño por el terruño, es posible que se convirtiera en episteme cuando en esas décadas la ciudad creció exponencialmente y su único abastecimiento de agua era el manantial de la Peñita.
Este conocimiento precientífico no se ha comprobado a través del rigor de algún método que nos lleve a confirmar su verdad, sin embargo, manifiesta un referente al patrimonio cultural de una población que reconocía en el afluente, poderes seductores que les permite explicar por qué la ciudad tuvo un rápido crecimiento en los últimos 40 años.
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