Alicia Caballero Galindo
En ciudades pequeñas o barrios antiguos, aún existe ese sabor de comunidad donde todos se conocen, la gente aún confía en sus semejantes y se vive un ambiente de compañerismo y comunicación, por supuesto que se saben la “vida y milagros” de tooodos. Cuando aún están despiertos o se levantaron para ir al baño, tomar agua o un medicamento, se asoman por la ventana cuando escuchan el motor de un auto a deshoras de la noche y miran que la vecina de a lado o enfrente, baja sigilosamente mientras supone que todos duermen. La mente es ágil y la imaginación fecunda…
El otro lado de la moneda es también se ayudan entre sí y se apoyan en casos especiales. Las fiestas de barrio son concurridas y se ciernen romances y rompimientos de relaciones conocidos por todos. En uno de esos barrios, vivía doña Teresita, una viuda entrada en años, no se sabía cuántos porque cada vez que la cuestionaban ella decía un número distinto que oscilaba entre setenta y noventa, la verdad, nadie la sabia realmente. Tenía varias décadas de habitar en una pequeña casa donde murió su esposo hace más de diez años, ella se acostumbró a su soledad, con todos platicaba pero, tenía la cualidad de guardar silencio cuando su interlocutor o interlocutora empezaba a hablar mal de alguien del barrio. Su respuesta al comentario era siempre: “su vida no nos debe interesar porque no nos perjudica ni beneficia lo que haga”. Siempre respondía con una sonrisa amable y seguía su camino o cambiaba de tema. Todos la respetaban y confiaban en ella por su manera de ser. Decía que las personas debían ser auténticas y actuar conforme a sus pensamientos. Su padre fue militar y aprendió que la palabra empeñada era cuestión de honor y debía cumplirse con lo que se decía.
Nadie la visitaba, no tuvo hijos y era tan vieja, que no tenía familiares vivos. Su vida era metódica y predecible, en tardes de verano, cuando el sol se ocultaba sacaba su sillón de palma a la banqueta, después de barrer y regar para mitigar el calor del verano, en invierno su sillón estaba tras la ventana y ella tejía mientras miraba pasar a la gente, todos los vecinos la saludaban y le sonreían al pasar, ella les correspondía con un ademan amable y una sonrisa. Era admirable que tejiera si lentes, ¡podía enhebrar su aguja de bordado sin dificultad.
A media mañana, religiosamente iba a la tortillería y compraba diez pesos de tortillas, vivía serenamente de sus recuerdos.
Una mañana húmeda de invierno, recorrió con cierta dificultad las dos cuadras que la separaban de la tortillería; se miraba un poco pálida, caminaba con dificultad porque el viento del norte, le daba de frente. A pesar de su bufanda el frío calaba hasta los huesos. Sintió alivio al entrar y el calor de la máquina, la hizo sonreír.
-Buen día doña Teresita, debió haberse quedado en su casa y mandar al hijo mayor de Clara, su vecina a comprar sus tortillas.
Con una sonrisa bonachona la vieja le responde al despachador.
-¿Y si se enferma?, me culparían y yo no quiero eso, puedo valerme por mí misma aún.
El empleado le entregó sus tortillas no sin antes regalarle un recién salida de la máquina, a la que agregó un poco de sal. Doña Teresita saboreó con delicia su taco de tortilla, y a la hora de hurgar en su bolsa de mano se dio cuenta que no llevaba dinero, el encargado que ya la conocía, le dice:
-Mañana me paga, no se apure, para eso son los amigos. Yo sé que usted no falla.
Con aires de solemnidad, la mujer le responde:
-¡Eso sí! Ya sabes, solo que me muera, fallaría y ni así, buscaría la manera de cumplir. Jajaja, pero no te pures, ni ganas tengo de morirme me gusta vivir.
Esa fue la última vez que se vio a Teresita, por la tarde, no tejió frente a su ventana y al día siguiente, se dieron cuenta que, durante la noche, murió tranquilamente, acostada en su cama con los ojos cerrados, fue un infarto fulminante.
Ella tenía todo arreglado para su funeral, un familiar lejano, se apareció y arregló los trámites.
La casa quedó cerrada y silenciosa, fue tan intempestiva su muerte que a todo el barrio lo dejó perplejo, era muy querida por todos. Se rezó el novenario en casa de doña Julia, su mejor amiga.
Una mañana lluviosa, antes de que se terminara el año, Mariano recordaba a Doña Teresita; a esa hora llegaba por sus tortillas. Lo sacó de sus pensamientos, la llegada de una niña, no era del barrio y se miraba un poco extraña, se cubría con un abrigo que parecía salir de los libros de historia, pasado de moda, pero se veía nuevo. El hombre le preguntó que cuanto quiere de tortillas y la niña con una sonrisa le responde:
-No vengo a comprar, me envió mi amiga Teresa para que pagara unas tortillas que quedó a deber. Me dijo que les diera las gracias, ella vivió muy feliz en este barrio y no tuvo tiempo para despedirse. Mariano se quedó sin palabras
La casa de Teresita, nadie la habita pero siempre se ve bien cuidada y dicen que algunas tardes, la han visto en su ventana con su tejido y mirando hacia la calle.