Historia contemporánea
Pedro Alonso Pérez
A estas alturas del S. XXI es evidente que vivimos una época de cambios en el mundo. Una gran transformación que abarca órdenes diversos ha sido la característica de nuestro tiempo. Podría hablarse de una sociedad liquida, como dijera Zygmut Beaumont, donde todo lo sólido se desvanece en el aire contemporáneo. Lo cierto es que asistimos, desde finales del siglo pasado, a un proceso histórico que trastocó todo: la política, la economía, la sociedad y la cultura. Jürgen Habermas, el reconocido filósofo alemán lo puso claro desde 1998: las grandes transformaciones experimentadas en las dos últimas décadas del siglo XX, se expresaron en tendencias que caracterizaban la llamada “modernidad social” y permanecieron intocadas al cruzar el umbral del nuevo milenio.
En efecto, los cambios ocurridos durante los años ochenta y noventa, no solo alteraron el mapa europeo, también modificaron el mundo tal como se conocía desde la posguerra. En 1989, la caída del muro de Berlín simbolizó el fin de una época histórica con la terminación de la guerra fría y el surgimiento de un mundo unipolar hegemonizado por E.E.U.U. En tales condiciones se incubó el “pensamiento único”, entronizándose el neoliberalismo y la globalización económica en la versión del llamado “consenso de Washington”. En consecuencia, se hablaba en la academia y en los medios de comunicación del fin de las ideologías, incluso del “fin de la historia”; era el triunfo definitivo del capitalismo, según algunos ideólogos y el sentido común de las élites políticas y económicas.
Aunque el Estado Social retrocedía en Europa y el continente americano seguía sin conocer el Estado de Bienestar, aquel pretendido “fin de la historia” tuvo su respuesta inmediata en la pluma de grandes historiadores como el catalán Josep Fontana y el británico Perry Anderson, quienes en sendos libros dieron cuenta de las debilidades ideológicas de tal presunción funcional al capitalismo global. Sin embargo, es cierto que con la caída del muro y del llamado “socialismo real” se dio un viraje importante en la percepción social y en el lenguaje para nombrar la nueva realidad, abierta por la revolución conservadora de Margaret Tatcher y Ronald Reagan al principiar los ochenta.
Dice Enzo Traverso en su indispensable libro La historia como campo de batalla que, en este contexto, palabras como “revolución” o “comunismo” adquirieron significado diferente al que tenían en la cultura, las mentalidades y el imaginario colectivo, dejaron de evocar aspiraciones o acciones emancipadoras; en cambio, palabras como “mercado” o “empresa”, “capitalismo” o “individualismo” perdieron su carga negativa de alienación o egoísmo. Hasta en universidades públicas – decimos nosotros- se impulsó el mal llamado ”emprendedurismo”, bajo una realidad de desempleo y bajos salarios. Al respecto, afirma también Traverso:
El léxico empresarial ha colonizado los medios de comunicación, hasta penetrar en el universo de la investigación (confiada a equipos “competitivos”) y de las ciencias sociales (cuyos resultados ya no se miden según el rasero de los debates que suscitan, sino según la clasificación – ranking- establecida sobre la base de criterios puramente cuantitativos – “indicadores de resultado” – de una agencia de evaluación.
Con estos cambios de óptica y de lenguaje, se priorizó en todos los ámbitos la competencia no la solidaridad; se alentó la extracción de riquezas y la productividad, la ganancia privada y el espíritu de empresa. Se intentó desprestigiar lo público, lo social, lo comunitario.
No obstante, en los primeros años del siglo XXI América Latina puso la nota discordante: masivas resistencias a las políticas neoliberales modificaron la correlación de fuerzas y el escenario político cambió. La sucesión de gobiernos progresistas en Brasil, Uruguay, Argentina, Ecuador, Bolivia y otros países, abrió nuevo horizonte de esperanza para los movimientos sociales y las clases subalternas latinoamericanas. Los casos de Cuba y Venezuela con sus particularidades son parte del mismo proceso. En realidad, desde los años noventa estaba en curso un ascenso de las izquierdas que al finalizar esa década ya gobernaban más de 60 millones de personas en municipios y regiones de varios países latinoamericanos. Llegando a los gobiernos nacionales durante la primera década del XXI, con un programa tendiente a revertir o anular privatizaciones anteriores, nacionalizar recursos naturales, promover equidad e igualdad social con apoyos a los pobres y necesitados, impulsar la democratización de la vida política y el combate a la corrupción, dichos gobiernos intentaban dejar atrás la devastación neoliberal, en un proceso no exento de conflictos, confrontaciones, avances y retrocesos, incluso sufriendo golpes de Estado, encubiertos como en Brasil o abiertos y descarados como los intentados en Venezuela o el reciente caso de Bolivia en 2019.
Perfilándose en este proceso – no obstante las interferencias mencionadas- una nueva era “posneoliberal”, donde resaltan personajes como Pepe Mújica, Lula Da Silva, Rafael Correa y Evo Morales, entre otros, junto a Cristina Kirchner y Dilma Roussef, mujeres representativas del tiempo latinoamericano en curso. Pero sobre todo resaltan obreros, mineros, campesinos, indígenas, jóvenes y pueblos.
En México, con el triunfo electoral de López Obrador en 2018 se inició también un proceso de cambios políticos y sociales que el nuevo gobierno ha llamado “la cuarta transformación”, dando idea que esto puede profundizarse. Así, México parece entrar en este proceso latinoamericano de transformaciones que, experimentando altas y bajas sigue vigente. Los gobiernos progresistas, populares o de izquierda – como quiera llamárseles-, son apostrofados de “populistas” por derechas políticas, fuerzas conservadoras y poderes fácticos en cada país. En boca de no pocos extremistas de derechas, el viejo sustantivo de populismo o populista, se convierte en adjetivo para descalificar, se usa en calidad de insulto o desprecio, mostrándonos una ultraderecha cada vez más desesperada y llena de odio. Reflejo de la feroz disputa por la hegemonía que recorre el continente, donde el poder económico, con sus principales grupos de interés, se niega a ser separado del poder político, en estas repúblicas latinoamericanas que intentan llenar de nuevos contenidos sociales la democracia participativa. No hay duda, vivimos una época de transición en que – actualizando a Gramsci – lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer. Y en medio de una inesperada pandemia que nos está cambiando la vida a todos, marcando dramáticamente nuestra historia contemporánea…