Alicia Caballero Galindo
(De la colección “Con sabor a tiempo”)
Mi querida ciudad natal, Victoria, Tamaulipas, México, en la década de los cincuenta del siglo pasado, era un lugar bello y tranquilo, mis horas, transcurrían entre la escuela, que tenía turno discontinuo, asistíamos a clases de ocho y media a doce y de tres a cinco, las tareas, los juegos, al aire libre, como subirse a los árboles, cazar mariposas, regar la huerta recoger los huevos en el gallinero. Era común que en todos los patios que lo permitían, hubiera gallinas. Una de mis diversiones favoritas, era comprar un refresco en envase de vidrio, lavar la corcholata muy bien y perforarla al centro con un picahielo, me subía con todo y botella al añoso framboyán de gruesos brazos que se encontraba cerca de la cocina y al pie de una noria a cielo abierto, por supuesto que debidamente tapada con madera. Ya instalada en mi parapeto, degustaba mi refresco a sorbos, bajo su sombra. Si lo agitaba un poco salía con más velocidad el líquido, por el gas que contenía, a veces compartía mis placeres con alguna amiga. Sentada en una horqueta a una altura media, me sentía “soñada” e imaginaba historias. Los veranos eran calientes me refrescaba en una pileta que estaba a lado de la noria, bajo el framboyán, donde se almacenaba agua para regar los casi ochenta naranjos que había en el patio trasero que abarcaba toda la cuadra, prácticamente era media manzana. Cuando mis abuelos maternos pasaban temporadas en mi casa, mi abuelo Antonio, sembraba hortalizas y cosechábamos zanahorias y lechugas enormes. Las lluvias eran puntuales y fecundas, no fallaban.
Hubo un año que, por alguna razón climática inexplicable, las lluvias de abril no llegaron y los viejos se alarmaron, mi abuela, que estaba en la casa le decía a mi madre:
-¡Ay hijita! Sabe Dios que va a pasar, no es normal este cambio, el calor será intenso en el verano si no llega la lluvia. Cuando el estío es seco, el invierno será muy crudo. Y fue profética la voz de mi abuela, ese verano fue caluroso en exceso, las hojas de los naranjos, a pesar del riego, se enroscaban para protegerse del fuerte sol.
En la esquina del ocho Carrera Torres, estaban dos gasolineras; frente a mi casa, había una que se encontraba unida a una agencia de autos. Por las noches, mi padre me llevaba a tomarme una gaseosa de sabor frutal mientras él platicaba con el dueño, que era su amigo, me gustaba mucho sentarme sobre unas cajas mientras disfrutaba de un refresco frío y escuchaba a mi padre feliz platicando.
Cierta noche, cerca de las ocho y media, casi a punto de regresarnos a la casa, vi un pinacate y estaba a punto de aplastarlo cuando mi padre se dio cuenta y me dijo:
-No lo aplastes hijita, porque su olor es muy fuerte y desagradable, atraerás a otros de su especie.
Me quedé con el pie en el aire y no lo hice, pero miré otro, y otro más, se los mostré a mi papá y vimos que salían, sabe Dios de dónde montones de esos animales, de inmediato mi padre me cargó, se despidió de su amigo y nos regresamos a la casa. Fue algo que nunca olvidaré, al caminar era inevitable que aplastara a uno que otro animal porque cada vez eran más y más, al llegar a la casa, mi mamá estaba atareada cerrando puerta y ventanas y cubriendo las rendijas con rollos de papel periódico porque los pinacates salían de todas partes, era una verdadera invasión.
Esa noche no pudimos dormir por el hedor que producen esos animales que eran aplastados en la calle por los escasos automóviles que circulaban. Cerca de la madrugada, rendidos por el sueño, por fin nos dormimos y al despertar, solo había el montón de animales muertos pero los que quedaron vivos, desaparecieron. Todos los niños del barrio, los buscábamos en el patio levantando piedras y husmeando en los rincones y… ¡nada! No aparecían por ninguna parte. Sin embargo, al oscurecer, de nuevo parecían salir de la nada y se repetía el fenómeno, ya no fuimos a la gasolinera para tomar refresco, al oscurecer aparecieron los primeros animales que como una mancha negra se extendía por todas partes, al parecer la invasión solo afectaba a las casas que estaban en las orillas de la ciudad, Carrera Torres, era la última calle pavimentada y los callejones que tradicionalmente se les menciona con un número, eran de terracería hacia el norte. La calle ocho, o Juan B. Tijerina, era también la última pavimentada.
Desde las ventanas de mi casa, veía cómo se subían los pinacates a los aparadores de la agencia de autos, tal vez atraídos por la luz. Era desagradable escuchar el ruido que producían los automóviles que circulaban por la calle al aplastar a miles de ellos. Por la mañana, a temprana hora, las urracas tenían festín, comiendo pinacates hasta hartarse y las hormigas mantequeras hacían hormiguero en torno a los cadáveres acumulados en los rincones.
El fenómeno se repitió por dos o tres días y, así como apareció intempestivamente y sin aviso, se fue, los pinacates no volvieron a aparecerse en forma masiva. Mi padre y yo, volvimos a la rutina de costumbre. Cada vez que veo un escarabajo de esos, viene a mi mente aquel extraño episodio.
La voz sabia de mi abuela decía:
-Pronto llegará la lluvia, los pinacates y las hormigas, son un aviso, tal vez tendremos hasta ciclones.
Ese año, 1955, azotó el ciclón Hilda. El Puerto de Tampico, fue el más afectado. Recuerdo que cuando entró a Victoria, voló el techo del gallinero que fue a parar a dos cuadras de la casa. Como todos nos conocíamos mi padre con un empleado fue a recuperarlo, eran dos hojas de lámina, con una estructura de madera ligera.
Los tiempos cambian la vida evoluciona y los recuerdos, son historias que atesora la mente para ser contadas y alimenten la imaginación de quienes los escuchen o los hayan vivido.