Clara García Sáenz
Durante algunos días de esta semana estuve preparando mi colaboración de hoy para dedicarla al Día Internacional del Libro que se celebró el pasado viernes, sin embargo, por razones familiares, salí de viaje ese día y me fui pensando que hace 20 años nadie o casi nadie hablaba y celebraba esta fecha del calendario en nuestro país. Ahora se ha convertido en efervescencia, todos quieren ser parte de esta celebración: instituciones, escritores, lectores, medios de comunicación, políticos y simuladores.
No sé si es por moda o porque ya se logró en este país que su población sea más sensible a la lectura, al libro, a una fiesta que suena muy “culterana”. No criticaré las simulaciones que ahora con la pandemia pueden hacerse en las redes sociales, cuando vemos que brotan lectores y amantes de los libros hasta por debajo de las piedras ese día; como en otras cosas para bien, aquí todo suma para propagar hábitos y contagiar ánimos lectores. Harta de las redes sociales por su repetición y simulación por la celebración, decidí cerrarlas y aprovechar que estábamos montados en la carretera desde muy temprano para leer el paisaje, una de mis grandes aficiones.
Como un viejo libro, muchas veces leído, en el capítulo uno disfruté la narrativa que la cuesta de Llera ofrece por las mañanas, donde la mirada se pierde en lontananza entre el Bernal de tigre y su postal instantánea del cerro de La mira. Como una relectura de nuestra novela favorita, cuando descubrimos cosas que no habíamos percibido antes, esta vez, en la cuesta de Llera había nubes arreboladas sobre los cerros, haciendo un espléndido contraste con el sol mañanero que atrás de ellas les dejaba caer sus rayos haciéndolas ver oscuras en contraste con la meseta profundamente azul.
El capítulo dos fueron los cañaverales, en época de fin de zafra, en muchos campos el verde de las nacientes cañas para la próxima cosecha recordaban la frese “la esperanza es lo último que muere”, aquí la otrora pudiente industria cañera y sus chacuacos humeantes es casi ya un recuerdo. El capítulo tres fue la relectura del menudo en el mercado Juárez en El Mante, lo nuevo, no experimentado, fue conocer el mundo sin covid, tantos meses en confinamiento y adentrarse a una zona llena de comercios y de personas que no portaban cubrebocas, sin mínima distancia, riendo, comiendo, comprando, fue una narrativa conocida y no, donde de pronto el temor nos invade pero nos sobreponemos porque el menudo no tiene comparación en sabrosura.
La sorpresa la da una ceiba centenaria que está apropiada de gran parte del espacio en céntrico estacionamiento de coches a quienes supongo les da una sombra espléndida en verano. Me impresiona no solo por el tamaño y la altura sino por el respeto que deben sentir por ella quienes han preferido sacrificar espacio vehicular (al menos esa es mi interpretación).
El siguiente capítulo no recuerdo haberlo leído, parada en Fortines buscando la casa de una tía, todos nos dicen donde vive pero no logramos ubicar la vivienda, como narrativa rulfiana me veo parada de pronto en una calle de tierra y escombro, veo mis zapatos y pantalón llenos de polvo, pocos árboles hay aquí, de pronto un hombre sale de su casa y me dice “venga yo la llevo, escuché que anda buscando a Ramona”, con machete en mano me guía por unos solares y cercas hasta llegar al lugar, le doy las gracias y desaparece por una vereda.
Imagino por un instante lo que es vivir ahí, en Fortines, lejos de las seducciones citadinas. El capítulo tiene un anexo, una parada en el panteón de Nuevo Moleros lleno de árboles llamados Flor de mayo que dan un toque de alegría al lugar, extraña sensación, pienso.
El capítulo que corresponde al poblado de El Naranjo es aburrido al principio, solo empieza a emocionar hasta alcanzar con la vista, por un instante su caudaloso río turquesa, pero curiosamente descubro que esté se entrelaza con el siguiente capítulo y sin percatarme, se salta de uno a otro sin previo aviso, me parece que el planteamiento de su narrativa, es muy bella. No sé cómo explicarlo, lo entiendo, cada vez más claramente en su discurso narrativo pero al mismo tiempo en la percepción sensorial son como pequeños momentos que, aunque ordenados, van explotando uno a uno como si nada tuviera principio ni fin.
Trataré de describirlo, lo interesante comienza tal vez con el río turquesa que está en la salida a Ciudad del Maíz, continua con un extenso valle de palmeras de abanico, silvestres; después la cuesta de los cedros, donde se aprecia el valle del Naranjo, sus campos de cultivo de caña, el poblado y el ingenio azucarero aún con su chacuaco humeando, la sinuosa carretera sube entre abundante vegetación de árboles de encinos, cedros, chijol y chaca; en esta época del año su verdor no es intenso y los incendios forestales son el pan de cada día.
Esta exuberante vegetación me hace sentir que estoy en el México profundo, de golpe, el paisaje cambia, sin previo aviso aparece el lomerío de tierra roja, pocos árboles, nuevamente la mirada puede perderse a lo lejos, los campos son fértiles, en esta zona se cría ganado porque el rocío de la mañana mantiene verde casi todo el año el zacate.
Pocos kilómetros adelante empieza el bosque de encinos, en esta época del año parecen secos, de sus ramas cae abundante heno, seguimos subiendo por la carretera sinuosa, hasta que la vegetación desaparece y se abre como una cortina automática la vista completa del Valle del Maíz.
No sé porque me gusta mucho leer este libro, es muy curioso porque se puede leer también de atrás para adelante y aunque cuenta lo mismo, el paisaje es diferente. También tiene la posibilidad de leerse completo, (se llama “La vuelta al mundo”), si se continúa en la carretera hasta llegar a Tula, luego a Jaumave y finalmente terminar en el principio como fin: Ciudad Victoria.
Dicen los expertos que el paisaje debe leerse como un palimpsesto, donde al verlo podamos comprender la huella que el tiempo ha dejado en él. Así, el paisaje, es como un libro viejo y nuevo a la vez, bello, espectacular, que en momentos produce temor y hace experimentar diversas emociones, provoca recuerdos, hace vivir experiencias sensoriales, confunde pero, al final, deja satisfecho como los buenos libros. Estoy convencida que todo paisaje es un libro, para lo cual solo necesitamos saber leerlo.
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