Como su apellido lo indica, Porfirio M. Bueno era un hombre generoso, acomedido y servicial, incapaz de ofender a nadie. Por ello, cuando el periódico La Raza (enero de 1923), publicó la noticia de su fallecimiento en Ciudad Victoria, los vecinos y autoridades se sorprendieron al conocer los méritos del personaje que acababa de pasar a mejor vida. Se trataba del responsable de la aplicación de las sustancias químicas cuando embalsamaron los cuerpos del Archiduque de Austria y Emperador Maximiliano de Hamburgo, Miguel Miramón y Tomás Mejía, fusilados el 19 de julio de 1867 en el Cerro de las Campanas en Querétaro.
Este veterano de la Guerra de la Intervención Francesa, sirvió al ejército republicano como Capitán Primero Farmacéutico del Ejército de Oriente que intervino en el Sitio de Querétaro, durante los meses de lucha que hicieron posible la rendición de Maximiliano y algunos seguidores. En aquel tiempo Porfirio Bueno fue considerado un héroe de la patria, gracias a las cuatro acciones de guerra con el general Mariano Escobedo. Sin embargo, posteriormente la memoria oficial borró sus hazañas y motivo de orgullo en el acontecimiento histórico.
Gracias a la colaboración de los masones victorenses, los funerales del viejo de soldado liberal, estuvieron bien organizados y bastante concurridos. Al momento de rendirle honores en el cementerio, estuvieron los jefes y soldados de la Jefatura de la Guarnición de Armas de la Plaza. Igual lo acompañaron hasta su última morada, Antonio Coronado -rico comerciante y comisionista de Santa Engracia- y Saturnino Lara, quienes pronunciaron emotivas alocuciones enalteciendo sus arrojos patrióticos con el ejército republicano. Otro de los asistentes al sepelio fue su hermano Arturo Bueno, también farmacéutico.
Porfirio fue un hombre decimonónico, originario de Tula, Tamaulipas (1848). Al concluir sus estudios de farmacia, se dedicó de inmediato al ejercicio privado de su profesión, hasta el inicio de la Guerra de Intervención Francesa cuando ingresó a las filas del ejército mexicano. En febrero de 1878 lo encontramos en su tierra natal, involucrado en actividades propias de la medicina, droguería y farmacia. Testimonios periodísticos de ese tiempo como La Colonia Española, afirman que sin importar horario, don Porfirio preparaba afanosamente complicadas fórmulas químicas para aliviar a enfermos.
Durante varios años, el negocio ubicado en la calle Lerdo de Tejada marchó satisfactoriamente. La situación se complicó cuando las autoridades de Hacienda le aplicaron una cuota de impuestos anual. En poco tiempo, esa disposición llevó a la ruina el único comercio de Tula, donde se elaboraban cápsulas, pastillas, jarabes y otras sustancias con mezcla de ácidos, sales y diversos productos químicos. Al disminuir considerablemente sus ingresos, don Porfirio no logró liquidar las deudas fiscales. Al tiempo las autoridades del Ayuntamiento de Tula, que entonces tenía veinte mil habitantes, clausuraron el negocio que sostenía a su familia
En poco tiempo, los pobladores vieron que la prestigiada botica, se convirtió en un modesto changarro, donde vendían pastura para el ganado y utensilios agrícolas. En tanto, los frascos de elementos raros que se exhibían en los anaqueles, fueron sustituidos por botellas de vino mezcal: «…escobetas de ixtle o peines, sopladores de petate o aventadores, cedazos de crin, tabacos de Río Blanco y otros objetos por el estilo.» Indignado, don Porfirio sobrevivió los momentos difíciles.
El farmacéutico era un hombre culto, aficionado a la lectura y escritura. En 1905, editó en la Imprenta del periodista Telésforo Villasana el opúsculo: «El Progreso de Tula de Tamaulipas» (16 pp.), del cual no fue posible localizar un ejemplar. Probablemente el ensayo aborda la bonanza económica de esa población.
Pasado el tiempo, el anciano recuperó su negocio gracias al apoyo de su hermano Armando y varios amigos. A finales de 1908, ambos personajes y otros tultecos del Club Político Progreso apoyaron la candidatura de José María Guillén a la presidencia municipal. Por esos días, por cuestiones de trabajo se trasladó a vivir temporalmente en Guanajuato, pero retornó a Tula en septiembre cuando le avisaron del fallecimiento de su esposa Julia Reyna, originaria de Matehuala, San Luis Potosí.
Poco se conoce acerca de su vida personal y descendencia. Actas del registro civil mencionan que en Tula nacieron dos personas del mismo nombre, fallecidos en 1897 y 1913. En 1910, Bueno promovió un amparo en contra de los actos del gobernador Juan B. Castelló. Queda claro que estas circunstancias, precaria salud y asuntos familiares, lo orillaron abandonar esa población serrana y radicar en Ciudad Victoria, donde lo sorprendió la muerte en diciembre de 1922.
Al morir, dejó un patrimonio de varias casas en Tula que por un edicto de enero de 1937, las autoridades civiles dieron a conocer en el periódico El Gallito. El requerimiento estaba dirigido a personas y familiares que tuvieran derecho a la herencia, con el propósito de realizar un juicio intestamentario de bienes.
Vale recordar que hace muchos años, las farmacias eran conocidas como boticas o droguerías. Durante las primeras décadas del siglo XX fueron famosas: La Central del doctor Felipe Pérez, Cabido de Rafael Cabido -socio de Felipe González, fundador de Farmacia El Fénix-, La Playa de Georgina B. de Jaques, donde se surtían «recetas escrupulosas», González del doctor Arturo González Garza, del Mercado de Rogelio Guerra, Popular de Andrés E. Luna, Hidalgo de L. Espinosa y del Carmen de Armando Bueno, enfrente de la Plaza Primero de Mayo. De acuerdo al cronista Vidal Efrén Covián Martínez, dicho negocio cambió de nombre y propietarios quienes lo sostuvieron en el mismo lugar a lo largo de varias décadas.